Todos nacemos con una brújula interna que nos ayuda a orientarnos en nosotros mismos. Nos dice cuándo nos sentimos saciados y cuándo con hambre, cuándo solos y cuándo acompañados, cuándo respetados y cuándo incomprendidos. Nos conecta con nuestra propias necesidades. Con mucha frecuencia al relacionarnos con otros aprendemos a desatender esta brújula y comer cuándo y cuánto nos dicen, dormir solos sin pedir compañía, y aceptar exigencias que pasan por encima de nuestros intereses. Dejamos de orientarnos en nosotros mismos con esta brújula interna y nos adaptamos a reglas externas. Dejamos de escucharnos. Muchos llegamos a ser adultos que, o bien no saben defender sus necesidades ante los otros y acaban aceptando imposiciones externas, o bien no saben hacerlo sin ser resultar impositivos. O peor aún, han dejado de escuchar sus necesidades hasta tal punto que no son capaces de conocerlas.
Una de las principales habilidades sociales que nos permite comportarnos según nuestras creencias y valores respetando a los demás es la asertividad. Según la definen R.E. Albert y M.L Emmons en su libro Your perfect right, la asertividad es “la conducta que permite a una persona actuar con base a sus intereses más importantes, defenderse sin ansiedad, expresar cómodamente sentimientos honestos o ejercer los derechos personales, sin negar los derechos de los otros”. El comportamiento asertivo facilita la integración en el grupo y asegura el respeto hacia nuestros propios intereses. Pero, ¿aprendemos asertividad en la escuela?

Existen unas formas de relacionarse contrarias a la asertividad, que obstaculizan la correcta comunicación con los demás, la capacidad de convivir plenamente en sociedad, como pueden ser la conducta pasiva o la conducta agresiva. La conducta pasiva supone la transgresión de nuestros propios derechos al no ser capaces de expresarnos abiertamente. Muchas personas tímidas o con miedos han aprendido a no expresarse por temor al error, la pérdida de afecto o a causar una situación de conflicto en la que no se sentirían seguras, con lo cual acaban viviendo según según los intereses de otras personas. Suelen estar desconectadas de sí mismas, apáticas o en general no disfrutan de las relaciones sociales. La conducta agresiva, por el contrario, supone la transgresión de los derechos de otras personas. Se defienden los derechos propios y se expresan pensamientos de forma impositiva o incluso violenta. En ambos casos estas conductas vienen como respuesta a necesidades insatisfechas que generan emociones para las cuales no encontramos una herramienta que nos permita gestionarlas (cuando digo gestionarlas me refiero a expresarlas y entender de qué son síntoma para poder actuar en consecuencia).
Esta herramienta es la asertividad, y para aprenderla necesitamos un ambiente en el que nos sintamos con verdadera libertad para equivocarnos y aprender del error, expresarnos sinceramente sin represalias, y conectar con nosotros mismos para escoger en cada momento en qué queremos ocupar nuestro interés. Si pasamos la mayor parte del día en un ambiente en el que tenemos que estar callados, ocupados en actividades que no hemos elegido y en el que se castiga el error, difícilmente la aprenderemos, y nos adaptaremos a esta hostilidad pasiva o agresivamente.
Efectivamente muchos de nosotros hemos aprendido la pasividad o la agresividad antes que la asertividad, y la tenemos tan integrada en nuestra conducta que podemos pensar que no queda otra salida. Pero un ambiente educativo preparado para la asertividad es una gran oportunidad para el desarrollo de conductas sociales plenamente satisfactorias.
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